Hubo un instante de mudez y de contrariedad. Cuando Alejandro Martí terminó de hablar, un aire glacial pareció congelar a los reunidos en el salón de los buenos deseos.
Hubo quien intentó sacudirse el pasmo con racimos de aplausos; otros, los que estaban a su alrededor, se pusieron de pie y respondieron con una palmada, mientras el presidente Felipe Calderón dejó la silla de honor para el abrazo.
Más de uno, entre la cuadrilla de políticos, bajó la mirada. Más de uno intentó en vano disimular el sonrojo que había alcanzado su tono máximo cuando el empresario sentenció: “Si no pueden con la inseguridad, renuncien”.
Un instante. Fue él, hombre de paloma blanca en la solapa, hombre de negro –porque, dijo, no hay mejor color para sobrellevar la ausencia de un hijo–, quien movió los discursos y los actos. Apenas lo veían los encorbatados y olvidaban el protocolo…
Así lo hizo Marcelo Ebrard, quien a su llegada a Palacio Nacional suspendió la charla con el procurador Miguel Mancera para abalanzarse sobre Martí y consolarlo con un beso, y más tarde, ya en tribuna, comprometerle su puesto como jefe de Gobierno si no acaba con la violencia, en un reto que despertó susurros, ojos incrédulos y un palmoteo inesperado, el de Calderón Hinojosa.
Antes de la sesión, eso habían dicho a Martí legisladores, empresarios y líderes sociales: “Tu dolor ha logrado lo que nada ni nadie: unir a la sociedad y reunir a Felipe y Marcelo”.
Calderón cumplió con el aplauso y con miradas que de repente desviaban la dirección hacia el jefe de Gobierno.
Ebrard, en cambio, permaneció impávido durante las intervenciones del Primer Mandatario y, al final, rumbo a la salida, aceleró el paso para no enfrentarlo en los pasillos.
El padre triste fue uno de los que suscribieron el llamado Acuerdo Nacional por la Seguridad, tras un concierto de rúbricas que duró 19 minutos y después de más de tres horas de palabras, de promesas, de metas y hartazgos.
Los bostezos apenas habían resistido la lectura interminable de Roberto Campa, secretario ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad, quien fue el encargado de enlistar los 75 compromisos y 11 artículos del Acuerdo.
Firmas por doquier y luego la despedida hasta el mes próximo…
Afuera esperaba el mismo México de tres horas antes, cuando poco se sabía de convenios y juramentos.
El país del caos, el de ciudadanos irritados por las vallas metálicas y los cientos, miles de uniformados que cerraron calles y avenidas para proteger el paso de los gobernantes.
“Se aseguran los que tienen que asegurar al pueblo”, el lamento de esquina.
Afuera, el mismo México de miedos y asaltos. A doña Lucia Castillo le habían arrebatado su bolso en el trajín del metro Zócalo, minutos antes de que los mandatarios y dirigentes ocuparan el salón de mármol y querubines.
“Sólo llevamos un robo en todo el día”, presumía el policía sobre su escalinata.
Y fuera también era Fernando Martí el móvil de las consignas: unas orquestadas por grupos lopezobradoristas que con cazuelas y cucharones fabricaban mentadas presidenciales, azuzados por Gerardo Fernández Noroña y un par de macheteros; otras salían más del corazón y del fastidio. Había ahí, tras las rejas, padres y hermanos que igual perdieron familiares por secuestros y asaltos y que muy poco esperaban de la reunión de terciopelo.
Ardía la muchedumbre, que dedicó la tarde a pintar mensajes de hastío sobre bolsas de la tienda Martí. “¿Y quién mató al muchacho?”, preguntaban. “¿Y quién mató a nuestros hijos?, ¿y a nuestros esposos?, ¿y quién nos mató a todos?”.
Otra vez el silencio. El mismo aire glacial que horas después entumecería por un instante a los sonrojados…
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