Carlos Montemayor
La Jornada
En otro México, o en otras épocas de un México que no ha cambiado tanto como creemos o quisiéramos creer, el Informe presidencial constituía un ritual político de relevancia por diversos motivos. Al margen de lo estipulado por ley como obligación del Ejecutivo federal, rendir cuentas de su gestión de gobierno al país, el Informe revestía al poder omnímodo de los antiguos presidentes de un halo de vida republicana: en apariencia, ceremoniosamente, el presidente descendía de la excelsitud de su trono imperial y aceptaba rendir cuentas a los representantes del pueblo. En ese pasado aún no muy remoto, el Congreso de la Unión era una parte dócil de un sistema político que encabezaba el presidente mismo. Por tanto, el Congreso abría las puertas de su recinto al verdadero dueño de las llaves de sus puertas. Una ceremonia política llamada republicana, pero ajena a la realidad republicana.
No digo esto con un sentido del todo negativo o frívolo. La ceremonia del Informe presidencial era una escenografía profunda y útil: era una especie de fiesta del poder. La fiesta privada con que el poder se celebraba a sí mismo en un escenario público. La fiesta que el poder consagraba con júbilo al revelar los destinos del país. Ese júbilo, esa consagración, esa fiesta, tenían un peculiar y útil sentido para el sistema político mexicano.
El Informe presidencial era el único momento en que las palabras del poder se dirigían ritualmente a sus propias elites, a los sectores políticos beneficiados o neutralizados, a la oposición velada o abierta, a los partidos políticos contrarios, a las organizaciones sociales aclienteladas o independientes, a los cuadros de divergencia ideológica, a varios capitales financieros útiles o peligrosos; por ello, podía considerarse como una ceremonia dirigida al país entero.
Era una ceremonia importante y útil porque mostraba, por ejemplo, a los ojos de propios y extraños, la unidad del poder, la unidad de elites políticas y económicas, un sistema político vigorosamente cerrado e impenetrable. Esto facilitaba que el acto fuera útil para demostrar la contundencia del sistema, la supremacía de un grupo o de ciertos grupos, el equilibrio ideológico o la negociación idónea con fuerzas, orientaciones e intereses de todas las entidades federativas. El Informe presidencial era el momento ritual clave para enviar un mensaje indubitable a todas las fuerzas e intereses del sistema político mexicano.
También era el momento clave para dirigirse a la oposición. Primero, porque se apoyaba en la disciplina del sistema. Luego, porque era evidente el férreo control del poder en todos los niveles del sistema mismo. Después, porque así el mensaje aclaraba lo que debían esperar como acción, advertencia o negociación los partidos políticos, los empresarios o las organizaciones de oposición. El Informe presidencial se convertía, en este sentido, en la ceremonia simbólica para que el poder hiciera explícito el destino que quería imponer en la vida nacional.
Por ello el mensaje también alcanzaba a empresas y capitales financieros de países vecinos. La imagen compacta del sistema político mexicano era visible para los diversos estratos contrapuestos o acoplables del propio sistema e igualmente lo era para gobiernos cercanos o distantes. Era una ceremonia para fortalecer los lazos del Estado con sus sectores políticos y con sus pares extranjeros. Era una fiesta de la República, el momento festivo del oráculo cívico.
Hoy, evidentemente, algunas cosas han cambiado. Felipe Calderón no requiere quizás de esta ceremonia tradicional para cumplir con la obligación de rendir su Informe presidencial. Primero, porque el sistema político mexicano carece ya de una consistencia monolítica. Segundo, porque el Ejecutivo federal ha sido acotado desde hace varios años por otros poderes fácticos. Tercero, porque no hay posibilidad de emitir ningún mensaje político que represente la unidad del gobierno o del Estado ante propios y extraños. Cuarto, porque se ha fracturado el sistema político al extremo de que no todos reconocen como autoridad legítima al propio presidente de la República. Quinto, porque Felipe Calderón ya no es el verdadero dueño de las llaves de las puertas del Congreso de la Unión. Sexto, porque su mensaje a la nación no representaría una visión de Estado, sino una versión de la vida nacional no avalada por todas las fracciones parlamentarias de oposición ni por la totalidad de la bancada panista misma. Séptimo, porque no daría un mensaje claro y uniforme del Estado mexicano a los países vecinos ni distantes.
En estas condiciones, ¿por qué empeñarse en rendir el Informe presidencial en el recinto del Congreso de la Unión? ¿Por qué busca solamente legitimarse mediante esa ceremonia ante propios y extraños? ¿Por qué fortalecería la vida democrática del país? No podría dar un mensaje de Estado, insisto. No sería reconocido así por parte del Congreso y de la sociedad mexicana. En las condiciones actuales del país, en las desarregladas condiciones en que México ha quedado después de las elecciones de 2006, mejor sería para todos que Felipe Calderón entregará su Informe y se desplazara después, con todas las seguridades que el Estado Mayor Presidencial y el Ejército le brinden, y con toda la cobertura oficiosa, solidaria y económica que los medios electrónicos e impresos le ofrezcan, sería mejor, repito, que después se dirija al Auditorio Nacional, y ahí, rodeado de amigos, partidarios y público que lo apoyen, envíe un mensaje de esperanza y enjundia sobre el presente y el futuro del país que él piensa que conoce y gobierna (no sería, por cierto, la primera vez que escogiera ese recinto para enviar su mensaje a la nación). Ahora los nuevos procedimientos de presentar, evaluar y debatir los informes presidenciales forman parte sustantiva de las reformas políticas pendientes.
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