Ricardo Raphael
Analista político
En la lista de los hombres del Presidente que durante las últimas semanas se han colocado en el ojo de la tormenta, además de Juan Camilo Mouriño se encuentra Sergio Vela, director del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes.
A este funcionario se le ha acusado de varias e imprecisas cosas, por lo que parece difícil saber cuáles son realmente sus faltas y cuál la mala voluntad de sus adversarios.
De acuerdo con las notas que han saltado a la primera plana de los diarios, a Vela se le señala por estar haciendo uso frívolo de los recursos públicos a su cargo. Se dice, por ejemplo, que en los 15 meses de su gestión al frente de Conaculta ha celebrado poco más de 30 viajes al extranjero sin justificación. Pero ya las autoridades encargadas de revisar, tanto la normatividad como las exigencias de austeridad, no encontraron nada que reclamar al respecto.
También se le ha acusado de haber financiado una costosa monografía sobre la puesta en escena del Anillo de los Nibelungos, en la cual aparece fotografiada una de sus hijas. Este hecho puede ser de mal gusto pero, más allá del cotilleo, no da para tanto.
Entonces, ¿por qué esta saña mediática sobre las espaldas de Sergio Vela?
Sin duda que hay algo de antropofagia en el medio cultural, pero la verdad es que la furia y el sistema con que se está censurando al funcionario rebasa los alcances de cualquier conjura culturosa antes vista.
Como explicación para estos hechos tengo que este rudo cuestionamiento —puesto sobre el director de Conaculta— es en realidad síntoma de un malestar mucho más complejo.
Se trata de una manifestación provocada por el abandono que los panistas han practicado —desde que llegaran al poder presidencial— sobre la política cultural.
Durante el sexenio pasado, Vicente Fox Quesada decidió colocar al frente de ese consejo a una mujer cuyo máximo mérito intelectual había sido celebrar una ñoña entrevista a la futura primera dama, Marta Sahagún. Más tarde, el resultado de la ignorancia e inexperiencia de Sari Bermúdez quedaría anotado en los anales de la mala burocracia mexicana.
Felipe Calderón Hinojosa corrigió con respecto al nombramiento del responsable de su política cultural al poner, al frente de Conaculta, a un integrante destacado de la comunidad intelectual. Con todo, no resultó tan evidente que mientras hacía esto ocurriera una transformación positiva con respecto a esa política del gobierno.
Si se revisa el Plan Nacional de Cultura 2007-2012 sorprende encontrarse con que el actual gobierno concibe a la política cultural, fundamentalmente, como un instrumento de apoyo hacia la política de turismo. Así, la prioridad es dejar estética (poner bonita) a esa parte del país donde llegan los turistas y derraman sus divisas; pero nada más.
Es una idea muy mezquina en comparación con las ambiciones que hoy por hoy se esperarían de la política cultural del Estado mexicano.
Al panismo le ha ocurrido —mientras gobierna a la nación— una terrible ceguera con respecto a la política cultural: no se ha hecho cargo de la enorme relevancia que hoy está adquiriendo la creación artística para el renuevo de la identidad mexicana, pero también para la generación de empleos.
Mírese hacia donde se mire, los artistas en nuestro país están en plena expansión, tanto de imaginación como de proyectos intelectuales.
No sobra señalar el renacimiento del cine mexicano, de sus nuevas figuras y del lugar que éstas están encontrado a escala internacional. Junto con esta experiencia están las que en otras artes también viven los mexicanos. Sea en escultura, pintura, música, teatro o escenografía, el fenómeno va siendo muy parecido.
Ya en literatura puede contabilizarse una importante cantidad de premios, impresiones y reimpresiones de las obras producidas por las dos corrientes mexicanas contemporáneas más reconocidas: el crack y la narrativa del desierto.
En efecto, en México estamos ante un evidente momento de auge cultural. Lejos de la depresión en la que todos los días se miran el ombligo los políticos, en el territorio del arte mexicano hoy abundan las buenas noticias.
Lo lamentable es que este hecho le esté pasando desapercibido al Estado mexicano.
Puede ser que entre los burócratas haya corrido la peregrina y neoliberal idea de dejar que sean sólo los privados quienes se encarguen de impulsar la cultura. Craso error si así está sucediendo porque con ello se omite el dato de que buena parte de la infraestructura cultural mexicana se encuentra precisamente en manos del Estado.
Y es a esta amplia y rica infraestructura en posesión de las instituciones públicas a la que se le está imponiendo la política del ninguneo. Ejemplos de la negligencia hay muchos.
Sirva lo que hoy está ocurriendo con el Canal 11, la más importante televisora en manos del Estado, para ilustrar el hecho. Para el año 2008, esta cadena del Instituto Politécnico Nacional no cuenta con un solo centavo que le permita adquirir programación nueva, y su presupuesto para producir programas propios es francamente ridículo.
En situación similar se encuentra el Canal 22 (quien además recientemente ha enfrentado un boicot publicitario encabezado por la empresa Alpura, debido a que en la diversidad de su programación ha incluido una pequeña barra de programación dedicada a la cultura gay). Y no están en mejor situación presupuestal el Instituto Nacional de Antropología e Historia o el Instituto Nacional de Bellas Artes.
Es en este contexto donde vale la pena volverse a preguntar: ¿son los viajes al extranjero del señor director de Conaculta lo que verdaderamente importa, o lo grave es más bien la ausencia de una vela que le otorgue rumbo a la política cultural del gobierno federal?
Una política cultural que, por cierto, debería ser una de las más relevantes ahora que nos encontramos a dos años de festejar, como el resto de las sociedades latinoamericanas, doscientos años de habernos dotado de una identidad adulta e independiente.
Si esta fecha en el horizonte no sirve para orientar el proyecto cultural de todos los mexicanos y con ello las políticas relativas del Estado, ¿qué es lo que podrían entonces echarlas a andar?
Nada.
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