Las autoridades federales y del Distrito Federal tienen una cosa en común: creen que somos idiotas. En casi seis días de epidemia de influenza, han ejecutado acciones sobre las rodillas, de manera no integral, sin importar que sean medidas radicales o insuficientes, y con una notable incapacidad para transmitir mensajes a la altura de la emergencia. En el camino, aplastaron la Constitución, disputan absurdamente el protagonismo político, e inyectaron pánico a la sociedad, que cuando se entere que no le han estado hablando con toda la verdad, el paso a la indignación será corto.
El detonante fue el jueves 23 de abril a las 16 horas, cuando en la Secretaría de Salud federal recibieron una notificación del gobierno de Canadá sobre cepas de influenza que habían enviado para su análisis, que daban positivo sobre el virus denominado A-H1N1, que era una mutación del virus de la influenza porcina. A las 19 horas de ese mismo día, llegó la confirmación del Centro para la Prevención y el Control de Enfermedades en Atlanta (CDC), donde de las 18 cepas que revisaron, 17 dieron positivo, con el genotipo que habían encontrado en un paciente en California. El gobierno federal entró en su propio pánico.
A las 21 horas de ese jueves, el secretario de Salud, José Ángel Córdova, anunció la alerta de emergencia contra la influenza y dio a conocer, sin que se hubiera hablado con ninguna autoridad académica fuera de la Secretaría de Educación Pública, que al día siguiente no habría clases en toda la zona metropolitana. Lo que hizo Córdova fue esbozar un estado de excepción, contemplado en el artículo 29 constitucional, pero que no establece provisión para una alerta sanitaria. Además, ignoró al Consejo de Salubridad General, que de acuerdo con la Constitución es la segunda autoridad sanitaria del país después del Presidente.
El viernes 24 el Presidente se convocó al Consejo de Salubridad General. Ahí las autoridades de salud mostraron el mapa de la epidemia y explicaron que no había sido posible determinarla con la información que disponían. La reunión fue ríspida, y a varios incomodó que el subsecretario de Salud Mauricio Hernández les dijera que el virus era tan nuevo como “el sarampión” que trajo a México Hernán Cortés durante la Conquista (en realidad, lo que trajo fue la viruela). Adelantó que expertos de la Organización Mundial de Salud (OMS) estaban por llegar a México para hacer el modelo matemático del virus, y Córdova dijo que no eran dos entidades con casos sospechosos, sino cinco. Hubo consenso de que en el curso del fin de semana se anunciaría el regreso a clases para el jueves 30 de abril.
El sábado 25, varios participantes en la reunión escucharon a Córdova declarar a la prensa que “ni la mitad” de las entidades del país tenían casos sospechosos del virus, lo que ya contrastaba con la cifra de cinco de la noche anterior. Sorpresa mayor fue cuando el secretario de Educación, Alonso Lujambio, anunció que el regreso a clases sería hasta el jueves 6 de mayo. Con la molestia incubada, el lunes se celebró la siguiente reunión del Consejo de Salubridad, donde Córdova admitió que había casos sospechosos en las 32 entidades del país.
En esa reunión cuestionaron al responsable del Centro Nacional de Vigilancia Epidemiológica y Control de Enfermedades, Miguel Ángel Lezana, quien no pudo entregar el perfil de los contagiados -edad, sexo, origen-. Tampoco pudo decir en dónde había sido origen del contagio, para que se pudiera estudiar a fondo el virus. Menos aún pudo dar la cifra exacta de contagios, lo que motivó la molestia de los especialistas por la falta de precisión en el dato epidemiológico.
Al desastre declarativo se sumó Javier Lozano, secretario de Trabajo, incapaz de dar una cifra precisa sobre ausentismo laboral -dijo que era entre 1 y 3%, ¿o sea 2%- y de la canciller Patricia Espinosa, que ante el alud de opinión pública mundial negativa sobre México, guardó silencio sobre la liberación de la OMS para que cada país decida si prohíbe viajar a México, y no dijo nada que Estados Unidos ya emitió una alerta para no viajar a México.
El jefe de Gobierno del Distrito Federal, Marcelo Ebrard, hizo lo suyo. Se puso a competir con el gobierno federal por los espacios de opinión pública, con ruedas de prensa continuas donde no dijo prácticamente nada, y tomando acciones unilaterales y desorganizadas que sólo generaron inconformidad, como el cierre de los 35 mil restaurantes en la capital federal, inútil si no está concertada con una medida similar en el estado de México. Ebrard parece estar tapando culpas por el descontento en el sector salud capitalino contra su secretario, Armando Ahued, quien ocultó por seis días que tenían un caso de infección mortal de influenza.
Ebrard puso a Ahued a dar entrevistas y dar datos del avance de la enfermedad que antes había ocultado. Pero en las reuniones del Consejo de Salubridad General, es mudo. Lo único que ha hecho es congraciarse con la Secretaría de Salud federal, en la dicotomía hipócrita sobre dónde y cómo reconocen al gobierno federal. En público, Ebrard ignora que existe un Presidente constitucional; en privado pide ayuda. Su disputa es política, lucrando de un problema de salud pública.
En la suma, los dos gobiernos han jugado con la comunicación y la inteligencia emocional de los mexicanos, aprovechando que el miedo afecta todavía más la inteligencia racional. Pero la influenza porcina es más grande que ellos y llegará el momento en que tengan que rendir cuentas a la población a la que han estado manipulando y engañando. Para esto, quizás, no falte mucho.
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