Rafael Cardona
La Crónica de Hoy
Cantaban los jóvenes en las “peñas” cuando la lírica de protesta significaba oportunidad, pretexto y moda:
“Qué pobres estamos todos, sin un pan para comer (chun tata, chun tata), porque nuestro pan lo gasta, el patrón en su placer (chun tata, chun tata)”.
Eran los tiempos de la (aparente y siempre incomprendida) versión de la lucha de clases con charango y quena. El sueño era crear dos, tres, muchos Vietnam. Eran los tardíos sesenta y la alborada de los setenta cuando hacían una extraña esquina Carnaby Street y Ciudad Nezahualcóyotl; una mezcla de Che Guevara con John Lennon con las necesarias salpicaduras de marxismo de etiqueta: “…un fantasma recorre el mundo…”.
Luis Echeverría nos convocaba a la adjudicación nacional del tercer mundo; expropiaba tierras en Sonora y el Bajío (entre ellas las de la familia Fox) y condenaba la miopía de la clase privilegiada; acusaba a los industriales de haber construido sus palacetes en reforma sobre la explotación de los campesinos cañeros, y subía el precio del azúcar. Tiempo después José López Portillo (el último Presidente de la Revolución Mexicana) les pedía con encarnado rostro su perdón a los pobres por no haberlos sacado de la miseria y preparaba el zarpazo contra las riquezas de banqueros voraces (perdón por el pleonasmo).
Por una extraña paradoja, el último acto de la Revolución no fue la nacionalización bancaria sino el Fobaproa. Pero esos eran otros tiempos. O al menos eso nos había querido hacer creer. A fin de cuentas el nacionalismo revolucionario, si alguna vez existió más allá del general Cárdenas, no tenía otra forma de aproximarse a los ciudadanos (siempre tutelados, subsidiados, protegidos y a la postre explotados) sino mediante el discurso populista.
El populismo es, en términos muy generales, poner por delante de cualquier consideración política, ética, técnica o de otra naturaleza, la salvaguarda protectora de una masa indefinida y miserable llamada pueblo; actuar en su nombre y autonombrarse su redentor.
César Cansino e Israel Covarrubias, en su ensayo (2006) “En el nombre del pueblo”, afirman algo notable a la luz de los recientes discursos presidenciales cuyo contenido ha generado tantos comentarios: “Tal parece que el populismo ha terminado por convertirse en un exceso de la teoría al intentar dar cuenta de un exceso de la realidad. Se trata pues, de un concepto tan elusivo como las realidades de las que trata de dar cuenta, tan retórico e ideológico como la propia retórica e ideología que caracteriza a los populismos en los hechos (yo diría, que distingue a los populismos de los hechos)”.
He aludido a recientes intervenciones presidenciales en las cuales no se percibe a un hombre cuyo pensamiento sea la derivación natural (quizá sea su evolución) de la escuela ideológica en la cual fue formado. No son las frases tradicionales de un panista ortodoxo como siempre se ha identificado a Felipe Calderón. El pensamiento de derecha, a pesar de los intentos de subsidiariedad y responsabilidad social en el pensamiento de Manuel Gómez Morín, no deja de estar muy distante de las palabras de fuego en las enjundiosas y comprometedoras intervenciones recientes del Ejecutivo cuyo empeño en “rebasar por la izquierda” lo pone a veces al borde de la cuneta.
Una de ellas de carácter cívico conmemorativo (21 de marzo) cuando Felipe Calderón habló de Benito Juárez en términos similares de como podría haberlo hecho el gran maestro de la logia del Valle de México.
“Juárez es el gran constructor de la Nación, es el defensor de la República, gracias a él y a una extraordinaria generación de liberales, se colocaron los cimientos del Estado mexicano y de sus instituciones… Benito Juárez fue el artífice de muchas de las victorias más preciadas en la historia de la Patria, el triunfo del Derecho frente a la arbitrariedad y la injusticia, el triunfo de la razón y la ilustración frente a la cerrazón; el triunfo de los derechos y las libertades del hombre sobre cualquier clase de servidumbre.
“Con la profunda visión de Estado que le caracterizó, él comprendía que no podríamos ocupar con éxito un lugar entre las naciones libres, con las instituciones y estructuras sociales del pasado de la era colonial.
“En su momento hubo mucha incomprensión a su proyecto de Nación, pero el tiempo ha demostrado que tenía la razón y que aquellas reformas que encabezó eran las necesarias.
“Junto a una generación de liberales impulsó la Constitución de 1857, que ha cumplido este año su 150 aniversario y las Leyes de Reforma que, entre otras cosas, separaron los ámbitos del Estado y de la Iglesia”.
Ahora bien, deberíamos saber si toda esta pirotecnia oratoria de inusitada audacia corresponde a una realidad intelectual y política; si se trata de un esfuerzo congruente con un proyecto personal cimentado en una determinación real, o es únicamente un recurso temporal (tan temporal como un aplazamiento trimestral del inflacionario y encarecedor impuesto a las gasolinas y combustibles diversos) sólo para disminuir y arrebatarle sus tesis y ofertas (y eso quién sabe) a los adversarios, especialmente a ese cuya sombra “legítima” lo persigue a mañana tarde y noche.
¿Estamos frente a una convicción o nada más frente a un subterfugio? ¿Son éstas las expresiones de una obra o son nada más una maniobra?
En este sentido valdría esperar por los compromisos y actos más allá de la declaración, cuyo carácter fugaz e improvisado permite ciertas indefiniciones y aun contradicciones, sobre todo por la forma como las palabras recientes han (aparentemente) confrontado al Presidente con quienes al menos en el papel son sus similares de clase, cuando no su margen electoral (su 0.56%): los empresarios, los ricos, los privilegiados, los favorecidos, o como él los llamó: la “elite”, “minoría selecta”.
En este sentido valen la pena dos revisiones. La primera (julio 2007) ante la Fundación Mexicana para el Desarrollo Rural (Lorenzo Servitje) cuando fue increpado por la eliminación de la deducibilidad filantrópica en el marco de su reforma fiscal (ya solucionada en favor de los quejosos), y la otra su ya célebre intervención (21 de septiembre) ante los editores y personajes de la revista “Líderes” cuya naturaleza —dicho sea de paso— consiste en exhibir la bien fotografiada vanidad con el ropaje del éxito social.
Obviamente ha habido otros discursos de Felipe Calderón en los cuales se advierte una tendencia si no contraria, al menos distante (real o simulada) a la ortodoxia del panismo. Estos son algunos de esos fragmentos:
“Allá afuera, hay un México, ciento cinco y pico millones de mexicanos esperando a ver a qué horas hay una fuerza nacional capaz de entenderse y hablar… Cuántas fortunas se han construido sobre la sangre y sobre el dolor de esa mitad de mexicanos… Partimos de la premisa, además, de que si no corregimos esa desigualdad ahora, se seguirán incubando en todo el país y particularmente en el campo donde se concentra la pobreza extrema, rencores y agravios que se exacerban con intenciones políticas y que pueden romper totalmente las posibilidades de desarrollo del país…”.
“Yo le digo a la sociedad mexicana entera que no hay caridad sin justicia y que lo que México necesita ahora es encabezar una cruzada enorme por una justicia que está olvidada y tenemos que hacerlo antes de que sea demasiado tarde...
Un México distinto al de la oruga docta que pontifica y se sube allá a su torre de marfil y que tarde o temprano queda convertida en pedestal de imbéciles (¿la oruga, el pedestal o la torre?)”.
Pero independientemente del interés inmediato, hay un elemento común en todas las intervenciones recientes de Calderón: la desigualdad, la pobreza y sus diversas derivaciones y circunstancias; la injusticia, la concentración y la inviabilidad del futuro si estas condiciones persisten (todo eso quedó definido en su mensaje del 2 de septiembre, primera de sus dos cadenas de TV), pero más allá del acertado diagnóstico no se advierten transformaciones reales.
La simplona receta de la reforma fiscal en trozos y con pausas no determina absolutamente nada pues no modifica la estructura de la formación del capital en México. La verdadera reforma en este país pasa por un camino para el cual nadie está preparado: decapitar a la oligarquía y romper la dependencia.
Desde el neoliberalismo, así se presente lleno de remordimientos y conflictos morales, no se hace una revolución. Si la Hacienda mexicana se perfecciona y comprende con el fichaje de un ex funcionario del Banco Mundial, la tendencia y orientación no se desvían del modelo impuesto cuyos resultados hoy públicamente lamenta el Ejecutivo.
Y así no se va a corregir nada. Se buscan otros resultados con los mismos ingredientes. Poniendo a hervir otro pollo no se hace otro caldo, se hace otro consomé de pollo.
*Con la venia de Mr. Mandoki.
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