Aurelio Ramos
Crónica
Frente al radicalismo de gran parte del PRD empeñado en no dejarlo pasar rumbo a la tribuna —y tal vez ni siquiera al salón de plenos— de San Lázaro, el presidente Felipe Calderón optó por sacarle la vuelta al impedimento y organizarse su propia fiesta, en Palacio Nacional y entre aplausos atronados de puros amigos puestos de pie.
La parafernalia tradicional del 1 de septiembre cambiará de sede y es factible que también de forma; pero substancialmente será lo mismo. De seguro no habrá confeti ni serpentinas y mucho menos música de aliento o carro descubierto en el trayecto hacia Palacio Nacional, pero será un evento con marcado relente presidencialista.
El solo anuncio de su celebración y la previsión de que concurrirán a Palacio Nacional todos los actores que antes se daban cita en la Cámara de Diputados, dejó prefigurado claramente un escenario de glorificación, idéntico al de los mejores tiempos del priismo hegemónico.
Vale hacer notar que el nacimiento de la que sin duda será una nueva época, ha estado marcado por un torpe manejo de la comunicación social, mismo que ensambló, a base de favoritismo a ciertos medios y filtración sibilina, una genuina comedia de equivocaciones. Un evento convocado originalmente por el gobierno, al que invitó el partido oficial, en un espacio equivocado, del cual acabó en función de vocero un diputado de la oposición, el inefable “Niño Verde” Jorge Emilio González Martínez…
El regresivo Día del Presidente se reinstaura por motivos que se comprenden sin esfuerzo. Si al jefe del Estado la intransigencia le cierra las puertas del Congreso y le niega un diálogo buscado con perseverancia —así sea también por ansia de legitimidad— que a todos nos consta, se entiende que el Mandatario se organice su propio festejo con el argumento de “responder al interés de la sociedad mexicana”. Aunque la consecuencia será la sacralización del poder presidencial supuestamente mancillado.
No es sin embargo este inminente salto hacia atrás el único indicio de regresión política. En las negociaciones en torno de la reforma electoral, presentada por fin anteanoche, afloró la intención del partido gobernante de aceptar darle al IFE cristiana sepultura, a condición de que el propuesto Instituto Nacional de Elecciones dependiese de la Secretaría de Gobernación. Tal como era con el propio IFE en su primera etapa y más atrás con la Comisión Federal Electoral, como dándole la razón al tango según el cual 20 no es nada.
El tema no ha sido cerrado. Volverá a la mesa de discusiones dentro de unos cuantos días cuando en el Senado inicie el trámite legislativo formal de la iniciativa, que entre otras aristas tiene también el indispensable pase a retiro de los consejeros electorales que no dieron el ancho que se necesitaba para sentarse a la mesa del Consejo General de ese Instituto.
El 4 de febrero pasado, en este espacio, se dijo que los consejeros, con Luis Carlos Ugalde a la cabeza, tendrían que irse a casa, porque su situación se había vuelto insostenible y ya no era jurídica, sino política. Que como esos boxeadores a quienes un campanazo deja groguis, acabarían por derrumbarse. Así ha ocurrido.
Cabe recordar los nombres de los consejeros: Andrés Albo, Virgilio Andrade, Marco Antonio Gómez, María Teresa González Luna, Alejandra Latapí, María de Lourdes López, Rodrigo Morales y Arturo Sánchez Gutiérrez. Su destino, se dice erróneamente en medios legislativos, está en manos del PAN. Que los perredistas tendrán el aval de este partido para echarlos sólo si se portan bien, hoy, en el informe oficial en San Lázaro. Porque sin PAN no hay reforma.
La verdad de las cosas es que los consejeros están ya tan frágiles que no garantizan la conducción ordenada de ninguna elección, y 2009 está a la vuelta de la esquina.
En afán de defender su puesto aun con chantajes, Ugalde se ha enredado con su propia lengua. La remoción sería aceptar que hubo fraude electoral en 2006, dijo amenazante, y luego le pidió honestidad intelectual al presidente Calderón. También dijo que la poda de consejeros equivaldría a entregarle el Instituto electoral a los partidos.
¿Cree de veras don Luis Carlos que los partidos nada tuvieron que ver en la designación de cada uno de aquellos funcionarios, él incluido, en los puestos que ocupan? ¿No ha sido por desgracia la integración del IFE un grotesco intercambio de personajes en función de los intereses de los partidos? ¿Podría él afirmar con honestidad intelectual que ha sido de otro modo?
Los partidos, se dijo también aquí en febrero, defienden hasta con las uñas sus prerrogativas económicas, pero ese es otro cantar.
Los consejeros se irán por sus propios errores. A menos que se haya olvidado su patético desempeño en medio de la crisis electoral del año pasado.
Que se hayan olvidado —por ejemplo— los tirones de orejas que recibieron no de sus adversarios, sino del Tribunal Federal Electoral por haber consentido la ilegal intromisión de Vicente Fox en el proceso electoral. O su decisión de contar sólo cinco por ciento de las 57 mil actas —49 por ciento del total de recabadas por el PREP— con inconsistencias.
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